P.E.C.T.A.

El texto reproducido a continuación corresponde a la primera etapa literaria de Juan Pablo Vitali, y es deseo expreso del autor señalar dicha circunstancia.

Sus ojos atravesaban la reja como cortándola. La carga de hielo de su mirada resultaba peligrosa, pero a su vez atrayente, hipnótica; como un rayo doble de luz, surgido de las entrañas de un iceberg, donde duermen corazones congelados hace milenios.

Intentaba soportar la crueldad de su destino, encerrado en un ignoto cuadrado de cemento.

Las nubes oscuras lo llamaban, pero él no podía ir; entonces la tristeza y la ira, llenaban su alma de una energía devastadora que en ocasiones lo devoraba.

Mi experiencia en prisión, y en transitar las márgenes más filosas de lo que algunos llaman civilización, nos acercaban.

Por momentos me parecía que éramos el mismo.

Mi pensamiento vagaba por las sendas de su instinto. Ambos conocimos la devastación de las praderas, de los bosques, de las islas hundidas, de los riscos perdiendo sus antiguos filos, de los ríos muriendo, de los océanos perdiendo sus misterios, de los dólmenes considerados una expresión de barbarie, de los pueblos renegando de su idioma.

El Alfa intentaba decirme algo, sosteniendo en mis ojos su mirada. Cuando las sombras oscurecían nuestro profundo diálogo, volvía al redil, y quizá también a los senderos remotos de su origen.

Desconocía las exactas coordenadas geográficas de su Patria, pero no me hacía falta conocerlas para imaginar el lugar, cuyo recuerdo de algún modo indescifrable me pertenecía.

Las estelas de fuego de dos pares de ojos: azules los suyos y verdes los míos, encendían vectores de guerra sobre el último sol crepuscular.

Los árboles centenarios que poblaban las amplias avenidas del predio, asistían a la repetida escena miradas sin tiempo, sumergiéndose en las tinieblas de la noche.

Los arduos masones que trazaron los planos de nuestra ciudad, diagramaron sus fuentes, sus parques y sus plazas, encerraron ciertas cosas negadas por su doctrina, que sobrevivieron por fuera de la infalible razón positivista en la que confiaban. Cosas que ya estaban presentes, antes que la exactitud de sus compases, soñara con trazar la primera línea.

La manada se movía en círculo en derredor del Alfa, y mi espíritu recibía bien dispuesto esa energía.

Peregrinas ideas poblaban mi mente.

La noche volvía una y otra vez y la antigua reja, daba la impresión de conservar dentro del amplio perímetro del parque, la vida de las bestias encerradas a través de los años.

Al filo de la hora en que se cierra el portón, caminaba por los senderos hacia la salida, sin hacer un solo ruido. Afuera, las bestias mecánicas de la modernidad, atravesaban la calle en todas direcciones, sin sentido, como antiguas manadas extraviadas de su ruta.

Los pequeños carteles de hierro, amojonaban el camino con viejos latines oxidados, fruto de la devoción científica de los naturalistas de la generación del ochenta.

Mis días eran páginas en blanco siempre iguales, en la soledad nocturna del altillo.

Detrás de los numerosos libros apilados en mi pieza, se escondían las almas de autores, vencidos por los misterios que les arrancaron finalmente el corazón.

Las madrugadas avanzaban diariamente, sobre el cuarto atiborrado de tiempo vacío.

Las luces del día esperaban el ruido del tren, para abrir la primera hendidura de la mañana. Después de despertar con la yerba crujiente del mate y el sol renacido, mis pasos fatigaban nuevamente el empedrado en la misma dirección.

Nunca encontraba al Alfa durmiendo. Él velaba siempre, como un caballero cuya única gloria fuera velar. Acaso su destino consistía en invocar, a través de la elipse constante de sus pasos, a los dioses de sus antiguas posesiones, y a las manadas de sus congéneres pasados, cuyos lares moran en un lugar desconocido. O quizá sean los mitos futuros, gestándose en las tierras del confín.

Pocas leyendas de la orden gris perduraban. Busqué con empeño los autores y los libros que pudieran recordarlas. Comprendí las peligrosas analogías entre nosotros. Supe que hay más oculto en este mundo, de lo que la gente imagina.

Cotidianamente a la misma hora, un empleado municipal arrojaba carne dentro de la jaula. Pero aquel día esa hora parecía distinta: una rara inquietud habitaba el aire.

Mi mirada ponía incómodo a aquel hombre. Lo confirmé cuando tuve que entablar un ridículo diálogo con el guardia. El agente dio un rodeo, sin atreverse a hacerme preguntas directas, que hubieran resultado del todo infundadas y ofensivas. Luego de un diálogo tonto y sencillo, se retiró convencido de no encontrar trasgresión legal alguna en mi actitud. Y así era dentro del marco jurídico formal.

Al otro día del improvisado interrogatorio policial, la sonrisa irónica del empleado municipal consiguió realmente molestarme, y algunos gestos y comentarios de aquella caterva humana que eran sus compañeros, constituían sin duda una franca provocación. Opté por el silencio, por una aparente sumisión.

Reflexioné una vez más sobre la ignorancia de las masas, y me impuse una dura disciplina para ordenar mis pensamientos.

Insatisfecho con mi actitud, al día siguiente el empleado optó por aumentar la provocación, y comenzó a arrojar los pesados huesos con carne sobre el lomo de los lobos grises, que a cada golpe aullaban de dolor. El miserable me miraba de soslayo, esperando alguna reacción de mi parte. Nada, no respondo, no hago nada.

Todo aquel día me quedé con ellos, para comunicarles mi solidaridad. Comenzaron a aullar cuando el sol estaba en su cenit. Los aullidos exacerbaron a los empleados que a cierta distancia, ensayaban gestos obscenos dirigidos directamente hacia mí.

Esa noche, soñé con un país entre brumas, de dulce idioma, detrás del cual se adivinaba el sólido latín. Soñé con montañas, y me vi caminando con precisión por sus senderos. En el sueño, llevaba el cabello largo y una ropa tradicional desconocida, una espada de empuñadura adornada con gemas, y una cruz latina sobre el pecho.

Tomé entonces algunas decisiones, que parecían gestarse fuera de mí, como si las pensara aquel hombre que fui en el sueño.

Aún después de despertar, todo el día me persiguieron las voces rumanas y las fogatas, luchando contra la niebla eterna.

Tomé mi puesto cotidiano en la lomada, frente a la jaula, sin preocuparme por el rocío, que buscaba mis huesos con sus agujas de hielo.

La cuadrilla municipal estaba de mal humor, hacía lo justo, se movía con una prudencia desconocida. Pensé que sería por el frío. Mi rostro permanecía quieto, pero sin apartar la mirada de los hombres por ningún motivo.

El Alfa, mortalmente inmóvil, ni siquiera se había sacudido los restos de escarcha, que la helada depositó durante la noche sobre su pelaje, como en una cima nevada. La manada lo acompañaba en su quietud.

Todo el día transcurrió inmóvil. Quietud de águila quieta, de garzas quietas, de árboles sin hojas, de muros arañados por generaciones de animales encerrados.

Recibí la primera oscuridad, como en una ceremonia religiosa en la que ya nada se oía, que no fuera amortiguado por la intensa humedad. Sólo una veintena de ojos se atrevían a brillar, como destellos azules en la bruma.

La situación me favorecía. Mi prolongada paciencia recibiría su recompensa. Ningún ruido era perceptible al el oído humano.

Sólo fue necesario, un movimiento preciso sobre la cerradura del viejo candado para abrirlo. En tantas negligencias incurrían habitualmente los empleados, que no haberlo cerrado esa noche, no provocaría el asombro de nadie.

Por todo un año, había mantenido bien guardada la llave en mi mesa de luz, desde que la vi caer del bolsillo del encargado, en uno de sus numerosos descuidos, originados seguramente por el alcohol.

Una gran paz me invadió, cuando me acosté a dormir con la antigua pieza de metal en mi mano derecha.

A la mañana siguiente encontré el zoológico cerrado. La gente, horrorizada, comentaba que una veintena de lobos se habían escapado, matando a algunos trabajadores municipales del turno mañana. Nadie más que ellos, por fortuna, había resultado herido.

Después de su nefasta tarea –así decía la información periodística- los animales permanecieron en la lomada ubicada frente a su jaula, e ignorando a los niños y ancianos inmóviles por el miedo, caminaron en círculos olfateando la gramilla, para alejarse luego con rumbo ignorado.

Pese a los esfuerzos de la policía al llegar al lugar –continuaba diciendo la información- ningún rastro pudo hallarse de ellos. Esto último dio pie a las más diversas y disparatadas conjeturas, como ocurre siempre en estos casos.

La causa penal y el correspondiente sumario administrativo se cerraron –como resulta lógico- sin ningún imputado, ya que la imputación hubiera recaído sobre los occisos, que eran precisamente quienes tenían la responsabilidad de mantener cerrado el candado de la jaula.

Las autoridades municipales manifestaron que vistos los acontecimientos, no se repondrán los ejemplares perdidos en el hecho.

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