P.E.C.T.A.


Hasta hace poco tiempo yo tenía una vida normal, si aceptamos pulpo como animal de compañía y la estancia en un corredor de la muerte como estereotipo de normalidad.

Rodeado de heces, con varios de mis hermanos muertos pudriéndose a mi alrededor y con la esquiva sombra del verdugo omnipresente en mis pesadillas, los días pasaban sin novedad en la granja del señor Lieberman.

Todo cambió –a peor- cuando el pienso con el que nos alimentaba se acabó. Para seguir cebándonos como cerdos (¿tiene gracia, eh?) sin gastar un euro, el amo decidió llenar nuestro estómago con basura. En los comederos, entre kilos de sobras “aprovechables” encontrábamos pilas, compresas, latas y otros desperdicios no comestibles.

Mentiría si os dijese qué manjar me transformo en lo que soy ahora, pero lo cierto es que de la noche a la mañana mi cuerpo empezó a cambiar. No sé si alguna sustancia tóxica, por azares del destino, alteró mi metabolismo y me dio poderes, o simplemente morí durante aquella cena y todo lo que os cuento es divagación de fantasma.

Empecé a percatarme de mis nuevas habilidades después de sufrir un fuerte mareo. La sensación de desorientación dio paso a un estado de hiperactividad cerebral que me hizo verlo todo con claridad; comencé a comprender muchas cosas que antes no entendía. Por qué estábamos allí encerrados, qué querían hacer con nosotros y lo más importante: que mi supervivencia dependía de huir de aquella cárcel.

Salté como nunca creí que podría saltar, corrí como nunca creí que podría correr, doblé barrotes estilo Houdini y ¡Oh my pig! Volé como sólo las aves podían volar.

Sorprendido por mis poderes pero consciente de que necesitaría ayuda para emprender la guerra contra los humanos explotadores, decidí buscar aliados entre aquellas personas que también habían llegado a la misma conclusión que yo: Había que dar la vuelta a la tortilla y luchar por la liberación animal. Así, tras un periplo desafortunado por el páramo, encontré a mis amigos de PECTA.

La batalla iba a comenzar.