P.E.C.T.A.


NO olvidaré el dolor
ni la sangre unida a su sufrimiento
ni lo cobarde de una espada que se esconde bajo un capote
ni lo despiadado de una muerte cruel, lenta, agonizante...

Elevaré mi voz para pedir que se acabe,
que a las cinco se paren los relojes
y pueda así renacer el brillo negro de su mancillada casta.

¡Pobre toro tan manido! Si nos acercásemos a ti
guiados por los auténticos compases del corazón,
sabríamos de lo infame de tu dolor,
de lo macabro del hombre que hace humillarse, postrarse ante él,
a un animal por su mano malherido.

No es suficiente su sangre, su angustia,
se necesita recrearse en su muerte,
arrancarle sus miembros, arrastrarle por la arena,
profanar su despedazado cuerpo cuando todavía se oyen sus estertores.

Grabaré en mí tu cuerpo altivo,
tu imagen agonizante aferrada a un hálito de vida,
aun sabiendo que no habrá nada digno ni humano en sus lances.

Te veré velado por las lágrimas que los aplausos arranquen de mi rostro
y volará mi alma para acariciar tu último aliento
cuando tú ya sólo esperes del hombre, la clemencia de la muerte.

Se apagaron las voces, vuelve el rumor del silencio,
se abre el cielo clamando por tu dolor y miles de lamentos.
¿Quién podrá borrar de la arena la huella de la infamia que dejaron tantas tardes?

Nadie, mientras sigamos dirigiendo en inocentes nuestras culpas.

Ana Brotóns